17/1/08

Invitación al baile

La vi bailar, antes no estuvo en mi horizonte; tenía un cuerpo pequeño y contundente, pero no era alguien en quien detener la mirada. No hasta verla bailar. En esos días, el País de Donde Vengo, en lo adelante La Isla, orgullosa de sus propios ritmos, de su pelvis actóctona y sus gráciles nalgas (como el Kilimandjaro) se dejaba penetrar por el Merengue, un primo pobre.
No bailé con ella porque habría hecho el ridículo, pero ella bailó para mí. Alguien me lo hizo saber: todo ese revuelo de caderas es por ti. No me gustaba su cara, con una boca informe, infame. Pero con el baile negociaba la ilusión de sus caderas, la convocatoria de su leve cintura, la promesa de que se olvidaría el no trazo de sus labios. La donna è mobile, me dije reflexxxivo. O sea, se menea.
No siempre será así, supongo, que la vitrina del baile cumpla lo que exhibe. Pero puede darse lo contrario: que la danza sea sólo un tímido reflejo de lo que puede hacer una pelvis inspirada, empalada, cuando el baile deja lugar a la cabalgata, cuando un cuerpo pequeño y ágil como el de la Merenguera decide hacer de las suyas. Podíamos estar horas, días, y no importaba si en la radio local había un bolero, o el lamentable lamento de un trío, ella discurría siempre a esa velocidad de vértigo.
Un día nos caímos de la cama, y seguimos en el piso, de algún modo terminamos debajo de la cama, en una posición extravagante, donde el único movimiento posible era ése y, como si su cintura tuviera vida autónoma, no dejó de moverse hasta que salimos del otro lado y volvimos a subirnos a la cama. Apenas recuerdo su cara, o su boca, por más que trate de imaginarla, pero es difícil olvidar tal recorrido.