Que yo recuerde, mi primer amor imposible fue la Dama de Elche. Yo tenía, creo, nueve años y había en casa un Atlas de Historia del Arte, en colores, con catedrales y pinturas, renacentistas, barrocas... y la Dama. Es difícil evocar, mucho menos tratar de reproducir, lo que sentía cada vez que la miraba. ¿Éxtasis? Era una sensación física, una erección mental, una ensoñación vital. Estaba enamorado de ella, de sus ojos muertos, de su extraño y ampuloso tocado. Y de sus labios. Creo que una vez besé la imagen, pero es un recuerdo que he preferido reprimir por ridículo. Y no creo que haya sentido nada. Pero lo que no dudo es que soñaba y me prometía que un día iría a España y la besaría. Un beso que sería la culminación de nuestro idilio.
También podría asegurar que el romance terminó cuando descubrí, más temprano que tarde sin reposo, la damas y los besos reales. Un proceso natural, pongamos. Sin embargo, me da en pensar que aquella precoz vocación por el arte y las mujeres, uno y el mismo, tienen no un tronco común, sino una piedra común, y no es ni la piedra Rosetta, ni los glifos mayas, y para el caso ni la manca Venus de Milo, ni toda la historia escrita en piedra, ni grandes batallas, ni héroes o dioses, sino la Dama de Elche, arrancada a la tierra, mineral, primigenia, pétrea, incólume, intocable, inaccesible. Esa mujer que nace, no de la costilla, sino del cincel, el martillo y los sueños de un hombre.
Oí después que su autenticidad había sido cuestionada, que no era tan antigua, cosas así. Supongo que eso es importante para los historiadores del arte. Pero para mí, que descubrí el arte por esa mujer, y que todo el arte nace del deseo, de la evocación... de una mujer, no hay ninguna duda al respecto: es más que auténtica, es una mujer real. Y aún siento que le debo aquel beso, esta locura.
25/4/08
2/2/08
La Francesa y la Ratita
La historia de Lalo me devolvió ésta. Cuando conocí a la Francesa los muchachos de la Compañía la tenían más que ubicada. Era de Le Mans e imponente; con su 1.75 de estatura y líneas aerodinámicas era como los coches que corren el famoso circuito de su ciudad. Allí, en el Evento mismo, la habían contratado para trabajar en Ventas para la Televisión de este lado del Atlántico, aunque hablaba aún un español bastante rrrraro. No le hacía falta hablar tampoco, ni nadie pretendía que hiciera algo más que estar presente.
No me costó mucho romper su halo, me dejó entrar a la primera. Durante un par de semanas estuve eufórico sólo con verla desnuda. Y, por qué no, henchido ante los machines de la Compañía. Ella mantenía la maquinaria al tope: dos horas diarias de gimnasio, complementos alimenticios, cremas. Y también sabía dar masajes, y crear una atmósfera de inciensos y ungüentos orientales mientras escuchábamos al arrrrrastrado de Jacques Brel (que me sale belga) su Ne me quittes pas. Pero a la hora de la hora, la Dueña de la Imponente Carrocería dictaba las pautas. Y eran sencillas: ponte aquí, detrás de mí, haz lo tuyo y déjame hacer lo mío.
Entonces, en el silencio y el vacío post orgásmico de la tercera semana me dice que le había hecho mucha gracia la manera en que la abordé la primera vez, que yo era como "una rrratita". Me reí pero mi ego estaba ya retorciéndose en el piso, mis escasos 1.67, boqueando. Entonces enfoqué mejor la imagen: yo tras ella, haciendo malabares porque no le llegaba arrodillado y de pie quedaba muy alto y tenía que mantenerme en la zona y controlado para venirme justo cuando ella llegara de acuerdo al dictado de su dedo. "No puedo tener un orgasmo sola". Confesó y yo me sentí aún más miserable, used and abused.
Tres años después la vi en los Bosques, yo corría con alguien y ella se preparaba para correr, hacía estiramientos, miraba su polar. Cruzamos la mirada, me sonrió y la escuché decirme "rrratita" sin hablar. Y la habría maldecido, pero seguía igual de imponente, y además recordé todo lo otro: su piel cuidada con exquisitez, el esmero y la dedicación que ponía en devolver las atenciones a quien le sirviera para lograr su orgasmo, su nostalgia por Francia.
No me costó mucho romper su halo, me dejó entrar a la primera. Durante un par de semanas estuve eufórico sólo con verla desnuda. Y, por qué no, henchido ante los machines de la Compañía. Ella mantenía la maquinaria al tope: dos horas diarias de gimnasio, complementos alimenticios, cremas. Y también sabía dar masajes, y crear una atmósfera de inciensos y ungüentos orientales mientras escuchábamos al arrrrrastrado de Jacques Brel (que me sale belga) su Ne me quittes pas. Pero a la hora de la hora, la Dueña de la Imponente Carrocería dictaba las pautas. Y eran sencillas: ponte aquí, detrás de mí, haz lo tuyo y déjame hacer lo mío.
Entonces, en el silencio y el vacío post orgásmico de la tercera semana me dice que le había hecho mucha gracia la manera en que la abordé la primera vez, que yo era como "una rrratita". Me reí pero mi ego estaba ya retorciéndose en el piso, mis escasos 1.67, boqueando. Entonces enfoqué mejor la imagen: yo tras ella, haciendo malabares porque no le llegaba arrodillado y de pie quedaba muy alto y tenía que mantenerme en la zona y controlado para venirme justo cuando ella llegara de acuerdo al dictado de su dedo. "No puedo tener un orgasmo sola". Confesó y yo me sentí aún más miserable, used and abused.
Tres años después la vi en los Bosques, yo corría con alguien y ella se preparaba para correr, hacía estiramientos, miraba su polar. Cruzamos la mirada, me sonrió y la escuché decirme "rrratita" sin hablar. Y la habría maldecido, pero seguía igual de imponente, y además recordé todo lo otro: su piel cuidada con exquisitez, el esmero y la dedicación que ponía en devolver las atenciones a quien le sirviera para lograr su orgasmo, su nostalgia por Francia.
17/1/08
Invitación al baile
La vi bailar, antes no estuvo en mi horizonte; tenía un cuerpo pequeño y contundente, pero no era alguien en quien detener la mirada. No hasta verla bailar. En esos días, el País de Donde Vengo, en lo adelante La Isla, orgullosa de sus propios ritmos, de su pelvis actóctona y sus gráciles nalgas (como el Kilimandjaro) se dejaba penetrar por el Merengue, un primo pobre.
No bailé con ella porque habría hecho el ridículo, pero ella bailó para mí. Alguien me lo hizo saber: todo ese revuelo de caderas es por ti. No me gustaba su cara, con una boca informe, infame. Pero con el baile negociaba la ilusión de sus caderas, la convocatoria de su leve cintura, la promesa de que se olvidaría el no trazo de sus labios. La donna è mobile, me dije reflexxxivo. O sea, se menea.
No siempre será así, supongo, que la vitrina del baile cumpla lo que exhibe. Pero puede darse lo contrario: que la danza sea sólo un tímido reflejo de lo que puede hacer una pelvis inspirada, empalada, cuando el baile deja lugar a la cabalgata, cuando un cuerpo pequeño y ágil como el de la Merenguera decide hacer de las suyas. Podíamos estar horas, días, y no importaba si en la radio local había un bolero, o el lamentable lamento de un trío, ella discurría siempre a esa velocidad de vértigo.
Un día nos caímos de la cama, y seguimos en el piso, de algún modo terminamos debajo de la cama, en una posición extravagante, donde el único movimiento posible era ése y, como si su cintura tuviera vida autónoma, no dejó de moverse hasta que salimos del otro lado y volvimos a subirnos a la cama. Apenas recuerdo su cara, o su boca, por más que trate de imaginarla, pero es difícil olvidar tal recorrido.
No bailé con ella porque habría hecho el ridículo, pero ella bailó para mí. Alguien me lo hizo saber: todo ese revuelo de caderas es por ti. No me gustaba su cara, con una boca informe, infame. Pero con el baile negociaba la ilusión de sus caderas, la convocatoria de su leve cintura, la promesa de que se olvidaría el no trazo de sus labios. La donna è mobile, me dije reflexxxivo. O sea, se menea.
No siempre será así, supongo, que la vitrina del baile cumpla lo que exhibe. Pero puede darse lo contrario: que la danza sea sólo un tímido reflejo de lo que puede hacer una pelvis inspirada, empalada, cuando el baile deja lugar a la cabalgata, cuando un cuerpo pequeño y ágil como el de la Merenguera decide hacer de las suyas. Podíamos estar horas, días, y no importaba si en la radio local había un bolero, o el lamentable lamento de un trío, ella discurría siempre a esa velocidad de vértigo.
Un día nos caímos de la cama, y seguimos en el piso, de algún modo terminamos debajo de la cama, en una posición extravagante, donde el único movimiento posible era ése y, como si su cintura tuviera vida autónoma, no dejó de moverse hasta que salimos del otro lado y volvimos a subirnos a la cama. Apenas recuerdo su cara, o su boca, por más que trate de imaginarla, pero es difícil olvidar tal recorrido.
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